lunes, 25 de octubre de 2010

Aprendizaje Permanente, Innovación y Competitividad

En verdad y en la economía emergente, todos nos vemos obligados al aprendizaje permanente, vivido como proceso y no sólo como suceso; pero este aprendizaje alcanza tanto a lo que ya saben otros, como a lo que todavía no sabe nadie. Nuestra inteligencia, en un escenario de investigación, experimentación, exploración, análisis, creación, inferencias, conexiones o abstracciones, puede conducirnos a conclusiones nuevas y valiosas que extiendan los campos técnicos y científicos; que alumbren la inexcusable innovación en las empresas.

Aunque se diría que solemos hablar casi más del cómo aprender (e-learning, storytelling, coaching, outdoor, shadowing...) que del qué, sin duda hemos de nutrir de modo habitual nuestro acervo de conocimientos, como también tenemos que atender a nuestras facultades, fortalezas, habilidades, actitudes, creencias, valores, etc., y evitar a la vez trastornos de personalidad que, si se arraigan, obstaculizan el despliegue de la inteligencia y ponen en riesgo la toma de las mejores decisiones. Añadir a nuestro perfil lo que falte, y eliminar lo que sobre: éste parece el objetivo perseguido.

Insistamos, sí, en que el denominado lifelong & lifewide learning es cosa que nos afecta a todos, directivos y trabajadores, y a todo nuestro siempre perfectible perfil profesional; también en que no debemos dar nunca por concluido el aprendizaje, porque siempre hay oportunidad de mejora. Pero recordemos asimismo el otro aprendizaje, el que aquí nos ocupa, el de lo que todavía no sabe nadie. En todo momento podemos encontrar nuevas y mejores formas de hacer las cosas, y pasar incluso de la denominada mejora continua, o de la incorporación de las mejores prácticas, a la auténtica y más impactante innovación. La competitividad (individual y colectiva) nos lo exige.

Por no remontarnos a la antigüedad y entre tantos millones de ejemplos, Charles Goodyear aprendió el modo de neutralizar los inconvenientes del caucho en sus trabajos de ensayo de la primera mitad del siglo XIX; décadas después, aprendimos (Edison) que determinados filamentos hacían posible la lámpara incandescente; también por entonces, aprendimos (Meucci) la forma de conversar a distancia, el modo de ver (Roentgen) a través de la materia...; ya en el siglo XX, seguimos aprendiendo en el campo de la telecomunicación, del proceso de la información, de la medicina... Fruto del ensayo, de la casualidad, de la investigación, del análisis y la reflexión, de las conexiones e inferencias, hemos ido aprendiendo mucho en todos los campos técnicos y científicos, gracias al empeño de personas que querían saber más; que querían saber lo que aún nadie sabía.

Sí, hemos de interpretar el aprendizaje con amplia perspectiva, mucho más allá de seguir los cursos a que somos convocados en las empresas. De hecho, habríamos de aprender a vivir y convivir, a pensar con objetividad y efectividad...; pero enfoquemos aquí el descubrimiento, la invención, dentro de nuestro desempeño profesional. Todos, de acuerdo con nuestro nivel de responsabilidad y protagonismo en el desempeño, y dentro de la economía que identificamos con el conocimiento y la innovación, habríamos de constituirnos en microcentros de I+D, y desplegar creatividad. ¿Catalizan las empresas esta deseable manifestación del capital humano?

Nuestra condición de expertos resulta inexcusable cuando nos proponemos ser innovadores, porque de otro modo podríamos aparecer como extravagantes, o reinventar, quizá, la rueda. De modo que no cabe desatender el aprendizaje continuo de que solemos hablar, ni podemos tampoco quedarnos sólo ahí: hemos de desplegar y cultivar la creatividad, debidamente entendida. Sin embargo, volvamos a la pregunta que nos hacíamos. ¿Catalizan las empresas esta deseable manifestación del capital humano? Seguramente, unas más y otras menos.

Sin duda hay empresas que impulsan con autenticidad el aprendizaje permanente, sin temor a que los profesionales técnicos sepan de sus campos más que sus jefes; que facilitan a sus expertos el ensayo y la experimentación; que mueven a sus profesionales a asumir retos y desafíos creativos. Son las empresas innovadoras de que nos hablaban, en sus estudios, Robinson, Stern, Ekvall, Rydz... Pero también puede haber empresas en que el trabajador carezca de autonomía para aplicar lo aprendido; que pueda ver preteridas sus iniciativas innovadoras.

 El profesional innovador

Dejando, por simplificar, el sabio lenguaje de la psicología para describir (qué bien lo hizo, creo yo, Mihaly Csikszentmihalyi) la compleja personalidad del creativo, recordemos sólo aquí algunos rasgos, de entre los que también fueron muy rigurosamente identificados por Mitchell Ditkoff. Si vale mi particular síntesis, el profesional innovador:
Es curioso, explora su entorno e investiga nuevas posibilidades.
Su imaginación le lleva a ver posibilidades en lo aparentemente imposible.
Advierte relaciones, conexiones y analogías que otros no perciben.
Se concentra en retos y problemas, e incuba ideas.
Concilia la intuición genuina con el análisis racional.
Tiene ideas en sueños, y, por decirlo así, sueños en la vigilia.

En efecto, estamos ante un profesional que cuestiona lo establecido para conseguir los mismos o mejores resultados de un modo más ventajoso; un profesional que ha de ser dirigido de modo especial. Las empresas que apuestan por la innovación catalizan la expresión de su capital humano, más allá de nutrirlo con idóneos programas formativos. En realidad, se diría que el postulado empowerment habría de alcanzar no sólo al desempeño cotidiano, sino igualmente al aprendizaje permanente.

El aprendedor permanente -de lo que ya saben otros y de lo que aún no sabe nadie- habría de protagonizar tanto su aprendizaje como su actuación profesional. La economía del saber y el innovar parece demandar un perfil profesional al que solemos etiquetar de diferentes formas: knowledge worker, thinking worker, learning worker, creative worker... Puede que no todas las empresas apuesten por este perfil de sus trabajadores expertos, pero parece que la competitividad lo demanda. No sólo aprendamos y sepamos, también pensemos (pensamiento conceptual, analítico, sintético, exploratorio, crítico, lateral, conectivo, inferencial, sistémico, abstractivo...) y tengamos ideas.

En todo momento podemos encontrar nuevas y mejores formas de hacer las cosas, y pasar incluso de la denominada mejora continua, o de la incorporación de las mejores prácticas, a la auténtica y más impactante innovación. La competitividad (individual y colectiva) nos lo exige la realidad.


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